Una delicada brisa matutina agitaba las cortinas de gasa que acariciaban la pálida tez de un muchacho de ojos verdes y cabello oscuro un tanto largo; el movimiento de la tela en sus mejillas le hizo depsertar y desperezarse con desgano; no podía negar que Godric Valley se había convertido en un lugar muy tranquilo y, de cierto modo, le había dado el calor de hogar que siempre le había faltado en el 4 de Privet Drive, sin embargo, esa vida de ermitaño que llevaba de un tiempo atrás, comenzaba a pasarle la factura, haciéndole sentirse muy solo y extrañar más de la cuenta.
El sonido de pasos en la calle lo sacó finalmente de la cama, era verano y a pesar de ser las siete menos diez, ya se respiraba lo cálido del ambiente. Cualquier persona -mágica o muggle-, se habría reído enormemente al ver a ese desaliñado muchacho caminando a tumbos por la habitación, darse siempre un golpe en los dedos del pie izquierdo con la pata de una cajonera y renegar del golpe y su origen al olvidar de nuevo, que debía cerrar las ventanas antes de dormir, el ritual no estaba completo si no levantaba un necio mechón de cabello hacia un costado de su rostro para apoyarlo sobre una oreja y, después cerrar la ventana tras entornar los ojos con los destellos de un sol naciente.
Aquella mañana, volvió directo a la cama, sabía que era sábado y que podía darse el lujo de dormir hasta pasadas las nueve, aunque con toda la franqueza que podía admitir hacia si mismo, se dijo mentalmente: -hoy no quiero salir de la cama-, y mientras repetía su firme convicción, esperaba en cualquier momento un "crac" acompañado de aquella voz chillona dándole los buenos días. Dobby, quién se había convertido en su único compañero, seguía llevándole café caliente a la cama todas las mañanas y, le recordaba casi religiosamente todas y cada una de las actividades del día, las que a final de cuentas, terminarían por arrebatarlo de lo acogedor de sus sábanas.
Esa mañana, no fue la excepción, el café, Dobby, su voz chillona, el ejemplar de El Profeta y una tremenda pila de cartas le hicieron incorporarse a las ocho más quince y, de no saber que había pasado más de tres días fuera de casa, Harry podría haber jurado que el elfo doméstico estaba recobrando el viejo hábito de esconderle la correspondencia. Hacía varios meses que recibía cartas de Fred Weasley, de Ron y Hermione e incluso, de Luna Lovegood a las que respondía en muy contadas ocasiones; no podía negar que le emocionaba ver aquellos sobres y tampoco lo mucho que extrañaba a sus amigos, sin embargo, aún no se sentía capaz de volver a Londres, no sabía con precisión si era por los recuerdos que aún lo perseguían por las noches, o por lo mucho que le fastidiaba el como la gente seguía mirándolo aún después de tantos años, sobre todo, esa mirada, la que a pesar de hacerlo tocar el cielo, le dejaba bien claro que una vez más lo había echado a perder.
El sonido de pasos en la calle lo sacó finalmente de la cama, era verano y a pesar de ser las siete menos diez, ya se respiraba lo cálido del ambiente. Cualquier persona -mágica o muggle-, se habría reído enormemente al ver a ese desaliñado muchacho caminando a tumbos por la habitación, darse siempre un golpe en los dedos del pie izquierdo con la pata de una cajonera y renegar del golpe y su origen al olvidar de nuevo, que debía cerrar las ventanas antes de dormir, el ritual no estaba completo si no levantaba un necio mechón de cabello hacia un costado de su rostro para apoyarlo sobre una oreja y, después cerrar la ventana tras entornar los ojos con los destellos de un sol naciente.
Aquella mañana, volvió directo a la cama, sabía que era sábado y que podía darse el lujo de dormir hasta pasadas las nueve, aunque con toda la franqueza que podía admitir hacia si mismo, se dijo mentalmente: -hoy no quiero salir de la cama-, y mientras repetía su firme convicción, esperaba en cualquier momento un "crac" acompañado de aquella voz chillona dándole los buenos días. Dobby, quién se había convertido en su único compañero, seguía llevándole café caliente a la cama todas las mañanas y, le recordaba casi religiosamente todas y cada una de las actividades del día, las que a final de cuentas, terminarían por arrebatarlo de lo acogedor de sus sábanas.
Esa mañana, no fue la excepción, el café, Dobby, su voz chillona, el ejemplar de El Profeta y una tremenda pila de cartas le hicieron incorporarse a las ocho más quince y, de no saber que había pasado más de tres días fuera de casa, Harry podría haber jurado que el elfo doméstico estaba recobrando el viejo hábito de esconderle la correspondencia. Hacía varios meses que recibía cartas de Fred Weasley, de Ron y Hermione e incluso, de Luna Lovegood a las que respondía en muy contadas ocasiones; no podía negar que le emocionaba ver aquellos sobres y tampoco lo mucho que extrañaba a sus amigos, sin embargo, aún no se sentía capaz de volver a Londres, no sabía con precisión si era por los recuerdos que aún lo perseguían por las noches, o por lo mucho que le fastidiaba el como la gente seguía mirándolo aún después de tantos años, sobre todo, esa mirada, la que a pesar de hacerlo tocar el cielo, le dejaba bien claro que una vez más lo había echado a perder.
Un leve escalofrío le recorrió la espalda y po un segundo, le pareció escuchar el canto de Fawkes en la leganía de su atormentada mente. Salió de la cama dando un salto y frente al espejo, buscó a tientas una liga, recogió a medias su cabello y sonriendo murmuró: -casi tan apuesto como Sirius, sólo que con unos años menos... eso dijiste la última vez-.